CARLOS
GARDINI
La hoguera cubría el horizonte y el mar resplandecía
como fuego líquido. Aun a kilómetros de distancia podíamos ver las llamas que
arrasaban Nueva Sumatra. Toneladas de ignito devoraban la selva. Creí oír un
gemido animal, pero me dije que no se podía oír nada desde tan lejos.
—Espero que los shingos la estén pasando mal —le
dije a Olga Montrel, mi confidente y copiloto. Disfrutábamos de un descanso después
de horas de vuelo ininterrumpido. Mirábamos el incendio apoyados en la baranda
que daba al mar. Alrededor de las llamas la noche de Acuario era opaca y negra
como carbón. El humo y las nubes tapaban las estrellas, y me alegraba no verlas porque no quería sentir nostalgia.
—A veces yo también quisiera odiarlos —dijo Olga—.
Pero no sabemos mucho sobre ellos.
No sabíamos mucho, al margen de las fotos que nos
habían mostrado en las lecciones de entrenamiento. Según las fotos eran
amarillos, bajos, humanoides y repugnantes. Nos mostraban las fotos para que
viéramos al enemigo invisible.
—Estoy agotada —dijo Olga—. Voy a aprovechar el
descanso para dormir.
—¿Con quién vas a soñar? —le pregunté.
—Los soldados no sueñan —dijo Olga.
Aferré la baranda y miré el espejeo de las llamas
en el oleaje. Las aguas parecían mansas, pero esa corriente podía arrastrar a
un hombre hasta Nueva Sumatra en menos de un día. De pronto me sentí mal. El
cuerpo me ardía. Tuve ganas de tirarme al mar.
—A veces me pregunto por qué hacemos esto —murmuré.
—Por la más antigua de las razones —dijo Olga.
—¿Dinero?
—Desesperación —dijo Olga. Me palmeó el hombro y se
despidió—. ¿Vas a dormir?
—Tal vez tome unos tragos con Am-Bó.
—No te emborraches demasiado —dijo Olga mientras caminaba hacia la barraca—. Mañana tenemos
lección. —Dijo algo más, pero el paleteo de un helicóptero que aterrizaba en el
hospital de la base le tapó las palabras.
No me emborracharía demasiado, pero me
emborracharía. Tomaría el ómnibus militar hasta el pueblo y empinaría unos
tragos con Am-Bó. Pocos, pero no por cuidar mi salud, sino mi bolsillo. Quería
tener un buen fajo cuando completara mis dos años de servicio en Acuario. Un
año de Acuario era un poco más corto que un año terrestre, pero ése era sólo un
dato académico. En el mundo real, dos años
en Acuario eran una eternidad en el infierno.
Nuestro
consuelo era que la Tierra
tampoco era un paraíso, aunque quizá pudiera serlo con una buena cuenta
bancaria. A la vuelta quería contar que había pasado dos años matando shingos,
pero aclarando que además de héroe era rico. Los soldados no sueñan. El dinero
era el mejor pasaporte a la gloria.
Me encontré con Am-Bó en la parada del ómnibus. Nos
llevábamos bien, y yo casi no hablaba con el resto de los pilotos. En realidad,
tampoco hablaba mucho con Am-Bó. Tal vez por eso nos llevábamos bien. Esa noche
Am-Bó sudaba febrilmente. La tez oscura le brillaba como un grano de café.
—Me siento mal —dijo—. Estoy descompuesto.
—Nos pasa a todos. Es como si hubiera algo en el
aire.
—Son las llamas —dijo Am-Bó—. ¿Viste las llamas?
Nunca las habíamos visto con tanta claridad desde aquí.
—Nunca habíamos tirado tantas bombas.
—Tantos árboles quemados —dijo Am-Bó.
—Los botánicos plantarán bonitos árboles cuando
terminemos con los shingos.
—¿Por qué hacemos esto? —dijo Am-Bó—. ¿Sólo por
dinero?
—Por generosidad —dije—. Nos gusta sacrificarnos
por las generaciones futuras.
Subimos al ómnibus con otra media docena de amantes
del sacrificio, todos ansiosos de brindar por las generaciones futuras. El ómnibus
nos llevó hacia el pueblo por el camino de la costa. Camino era una forma de
decir. La tierra ripiosa y mal apisonada de Acuario repiqueteaba contra la
parte inferior del ómnibus. Pueblo también era una forma de decir. Era un
caserío que había crecido a la sombra de la base militar y ni siquiera tenía
nombre. Pocas cosas tenían nombre en Acuario, o preferíamos no averiguarlo. En
el caserío había ganapanes de toda calaña que se empeñaban en sacarnos la plata
que nosotros queríamos ahorrar. Había drogas, alcohol, prostitución para todos
los gustos. Los soldados no sueñan, pero necesitan distracción. Al borde del
camino había un letrero:
Pueblo: 1 km .
Base: 3 kms.
Tahití: 7 años-luz,
kilómetro más o menos
Tahití era uno de esos nombres que se repetían en
mi vida. Muchos años atrás, cuando el mundo y yo éramos más jóvenes, un
profesor de geografía me había explicado que era una isla con palmeras, playas,
cocos y mujeres, más cocos que palmeras, y más palmeras que mujeres. Un paraíso
bajo el sol, decían las agencias de turismo: un paraíso bajo un sol que no era
el disco pálido que iluminaba el cielo de Acuario. Quizá las agencias de
turismo y los profesores de geografía mentían y Tahití era sólo otra ruina en
el basural de la Tierra. Mi
profesor había explicado que era uno de los pocos lugares que habían sobrevivido
intactos a la Guerra
Limitada de 2053. Cuando le pregunté cómo eran los cocos, me
respondió que eran cosas peludas que colgaban de las palmeras. Espero que las
mujeres no sean peludas, dije yo. Quién sabe, dijo mi profesor, el mundo no es
como antes. Eso decían todos, que el mundo no era como antes. Pero yo no
renunciaba a la esperanza de vivir un día entre palmeras con el dinero acumulado
por arrojar toneladas de ignito sobre otros árboles que quizá también tenían
cosas peludas.
—¿No estás casado? —preguntó Am-Bó. Sin duda se
sentía mal. Él nunca hacía esas preguntas.
—No —le dije.
—Eso está mal —gimió Am-Bó, aferrándose el vientre.
Am-Bó era mala compañía esa noche. Viajó encorvado
en el asiento todo el trayecto, y cuando llegamos al pueblo caminó encorvado
por la calle, dando arcadas y preguntándome por qué no me había casado. La
calle presentaba el habitual desfile de rameras, rufianes, traficantes y
soldados de todas las razas y todos los sexos. Había guardias de seguridad por
todas partes. Se decía que los shingos podían llegar hasta allí y tomarnos por
sorpresa. Sin embargo nadie había visto un shingo en ese lugar, y los guardias
de seguridad se dedicaban a arrestar, aporrear y extorsionar. La civilización
daba sus frutos. Ya éramos una sociedad sofisticada.
Am-Bó y yo entramos en nuestro bar favorito, Mundos
En Colisión. Un cartel de neón que colgaba sobre la entrada ilustraba los
mundos en colisión: genitales de ambos sexos chocando eléctricamente por obra
de los efectos luminosos. Adentro nos recibió la acostumbrada onda sísmica de
música machacona y colores rabiosos. Una pareja desnuda bailaba un tango
en una tarima. Alrededor se apiñaba gente borracha, o fumada, o ambas cosas. En
un mural de video que ocupaba una pared entera se proyectaban escenas sexuales
y explosiones nucleares. Órganos velludos se confundían con hongos de humo
brillante. Nos sentamos a una mesa y pedimos un trago.
—¿Por qué no te casaste? —insistió Am-Bó—. Tendrías
que haberte casado.
—¿Para qué, Am-Bó?
—Casarse, tener hijos. Es lo natural, no?
—¿Quién quiere tener hijos en ese basural, Am-Bó?
—En mi tribu tenemos hijos —dijo Am-Bó—. Mi gente
no vive en un basural. Amamos la naturaleza.
—Yo también, Am-Bó —dije, pensando en palmeras y
mujeres. La naturaleza, para Am-Bó, era una aldea miserable donde la gente no
moría de contaminación sino de causas más puras como las fieras y el hambre. Se
había enlistado para estar a siete años-luz de la naturaleza.
—¿Viste esas llamas? —dijo Am-Bó—. Nunca habíamos
visto las llamas desde aquí. Nunca.
—Calma, Am-Bó. Aquí adentro no hay llamas. Sólo
hongos nucleares.
—Pidamos otro trago —dijo Am-Bó.
Un par de querubines, macho y hembra, o algo a
medio camino entre ambos polos, se acercaron para ofrecernos sus respectivas
mercaderías.
—No —dijo Am-Bó—. No, no, no. Quiero ver a mis
hijos.
—Juguemos a que hacemos más —le dijo el querubín
hembra.
El otro me sonrió y me tocó las alas del cuello del
uniforme.
—Piloto, ¿eh? ¿Por qué no vamos a volar, soldado?
—Esas llamas
—dijo Am-Bó—. No me las
puedo quitar de la cabeza. Tantos árboles quemados.
—Hoy es oferta especial —me dijo el querubín macho.
—Oí que esta semana abarataron la carne —dije—.
Pero soy vegetariano.
El querubín hembra lo apartó de un empujón.
—No le gustan los hombres —dijo—. No me hagas
perder clientes. —Me acarició la mejilla, y también acarició a Am-Bó—. ¿Qué tal
un vuelo para tres? Clase económica. No es tan mala como dicen.
—Basta —dijo Am-Bó. Partió el vaso contra el canto
de la mesa y empezó a levantarse. Esgrimía el vaso roto como un cuchillo. Vi a
un guardia de seguridad apoyado en el mostrador, observándonos. Un escándalo
podía significar varios días de arresto. Varios días de arresto eran varios
días de vida garantizada, pero también varios días sin paga, más descuentos por
esa inmundicia que llamaban comida y las demás gentilezas de la hotelería
carcelaria. La muchacha abrió la boca para gritar. Se la tapé y la senté en mis
rodillas.
—No te pongas histérica —dije—. Él es inofensivo,
sólo que odia los vasos. —Miré severamente a Am-Bó, que se sentó y soltó el
vaso roto.
La muchacha me acarició el cuerpo. Le dejé la boca
libre y empezó a besarme.
—Tendrías que casarte —dijo Am-Bó. Había bebido de
más, o tal vez de menos—. Esas llamas —dijo. Y añadió—: Lumdara.
—¿Qué es eso, Am-Bó?
—Lumdara —repitió—. Esas llamas. Lumdara.
Me incliné sobre la mesa para tranquilizarlo. Sin
querer apretujé a la muchacha, que soltó un quejido y me pellizcó el brazo.
—Voy al baño —dijo Am-Bó—. Me siento mal. —Se
levantó y se abrió paso a empujones en la multitud de los que bailaban, bebían
o copulaban en el humo y las luces.
—¿De dónde sacaste a ese energúmeno? —preguntó la
muchacha.
—No sé elegir bien mis compañías.
—Te puedo enseñar. ¿Qué tal la mía, por ejemplo?
—De acuerdo —dije—. Me gusta tu conversación.
—¿Sólo eso?
—No tengo plata para el resto.
—¿Quién te enseñó a tratar a las mujeres? ¿Ese
amigote?
—No —dije—. Soy autodidacta.
Se levantó bruscamente y se fue. No la eché de
menos. No era mi noche para mujeres. Me quedé sentado, bebiendo y mirando los
hongos nucleares en el mural de video. La música me martillaba los oídos. Era
justo lo que necesitaba para tener la mente en blanco. Los soldados no sueñan.
Creí oír de nuevo ese gemido animal, pero me dije que no se podía oír nada con
tanto ruido.
Al cabo de media hora Am-Bó aún no había regresado.
Decidí ir al baño a buscarlo. En mi apuro, empujé sin querer al querubín que
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