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lunes, 24 de septiembre de 2012

La Era de Acuario, de Carlos Gardini

Este es el cuento estrella del número 1, mi cuento favorito de Carlos Gardini (sin duda uno de los mejores escritores argentinos) y el que de algún modo comenzó a definir la línea editorial de la revista. Porque, cuando estaba pensando PROXIMA y qué tipo de contenidos debía incluir, lo primero en mi mente fue: "Tiene que traer cuentos como La Era de Acuario".





La Era de Acuario
CARLOS GARDINI




La hoguera cubría el horizonte y el mar resplandecía como fuego líquido. Aun a kilómetros de distancia podíamos ver las llamas que arrasaban Nueva Sumatra. Toneladas de ignito devoraban la selva. Creí oír un gemido animal, pero me dije que no se podía oír nada desde tan lejos.
—Espero que los shingos la estén pasando mal —le dije a Olga Montrel, mi confidente y copiloto. Disfrutábamos de un descanso después de horas de vuelo ininterrumpido. Mirábamos el incendio apoyados en la baranda que daba al mar. Alrededor de las llamas la noche de Acuario era opaca y negra como carbón. El humo y las nubes tapaban las estrellas,  y  me  alegraba no verlas porque no quería sentir nostalgia.
—A veces yo también quisiera odiarlos —dijo Olga—. Pero no sabemos mucho sobre ellos.
No sabíamos mucho, al margen de las fotos que nos habían mostrado en las lecciones de entrenamiento. Según las fotos eran amarillos, bajos, humanoides y repugnantes. Nos mostraban las fotos para que viéramos al enemigo invisible.
—Estoy agotada —dijo Olga—. Voy a aprovechar el descanso para dormir.
—¿Con quién vas a soñar? —le pregunté.
—Los soldados no sueñan —dijo Olga.
Aferré la baranda y miré el espejeo de las llamas en el oleaje. Las aguas parecían mansas, pero esa corriente podía arrastrar a un hombre hasta Nueva Sumatra en menos de un día. De pronto me sentí mal. El cuerpo me ardía. Tuve ganas de tirarme al mar.
—A veces me pregunto por qué hacemos esto —murmuré.
—Por la más antigua de las razones —dijo Olga.
—¿Dinero?
—Desesperación —dijo Olga. Me palmeó el hombro y se despidió—. ¿Vas a dormir?
—Tal vez tome unos tragos con Am-Bó.
—No te emborraches demasiado —dijo Olga mientras  caminaba hacia la barraca—. Mañana tenemos lección. —Dijo algo más, pero el paleteo de un helicóptero que aterrizaba en el hospital de la base le tapó las palabras.
No me emborracharía demasiado, pero me emborracharía. Tomaría el ómnibus militar hasta el pueblo y empinaría unos tragos con Am-Bó. Pocos, pero no por cuidar mi salud, sino mi bolsillo. Quería tener un buen fajo cuando completara mis dos años de servicio en Acuario. Un año de Acuario era un poco más corto que un año terrestre, pero ése era sólo un dato  académico.  En  el  mundo real, dos años
en Acuario eran una eternidad en el infierno.
 Nuestro consuelo era que la Tierra tampoco era un paraíso, aunque quizá pudiera serlo con una buena cuenta bancaria. A la vuelta quería contar que había pasado dos años matando shingos, pero aclarando que además de héroe era rico. Los soldados no sueñan. El dinero era el mejor pasaporte a la gloria.
Me encontré con Am-Bó en la parada del ómnibus. Nos llevábamos bien, y yo casi no hablaba con el resto de los pilotos. En realidad, tampoco hablaba mucho con Am-Bó. Tal vez por eso nos llevábamos bien. Esa noche Am-Bó sudaba febrilmente. La tez oscura le brillaba como un grano de café.
—Me siento mal —dijo—. Estoy descompuesto.
—Nos pasa a todos. Es como si hubiera algo en el aire.
—Son las llamas —dijo Am-Bó—. ¿Viste las llamas? Nunca las habíamos visto con tanta claridad desde aquí.
—Nunca habíamos tirado tantas bombas.
—Tantos árboles quemados —dijo Am-Bó.
—Los botánicos plantarán bonitos árboles cuando terminemos con los shingos.
—¿Por qué hacemos esto? —dijo Am-Bó—. ¿Sólo por dinero?
—Por generosidad —dije—. Nos gusta sacrificarnos por las generaciones futuras.
Subimos al ómnibus con otra media docena de amantes del sacrificio, todos ansiosos de brindar por las generaciones futuras. El ómnibus nos llevó hacia el pueblo por el camino de la costa. Camino era una forma de decir. La tierra ripiosa y mal apisonada de Acuario repiqueteaba contra la parte inferior del ómnibus. Pueblo también era una forma de decir. Era un caserío que había crecido a la sombra de la base militar y ni siquiera tenía nombre. Pocas cosas tenían nombre en Acuario, o preferíamos no averiguarlo. En el caserío había ganapanes de toda calaña que se empeñaban en sacarnos la plata que nosotros queríamos ahorrar. Había drogas, alcohol, prostitución para todos los gustos. Los soldados no sueñan, pero necesitan distracción. Al borde del camino había un letrero:

Pueblo: 1 km.
Base: 3 kms.
Tahití: 7 años-luz, kilómetro más o menos

Tahití era uno de esos nombres que se repetían en mi vida. Muchos años atrás, cuando el mundo y yo éramos más jóvenes, un profesor de geografía me había explicado que era una isla con palmeras, playas, cocos y mujeres, más cocos que palmeras, y más palmeras que mujeres. Un paraíso bajo el sol, decían las agencias de turismo: un paraíso bajo un sol que no era el disco pálido que iluminaba el cielo de Acuario. Quizá las agencias de turismo y los profesores de geografía mentían y Tahití era sólo otra ruina en el basural de la Tierra. Mi profesor había explicado que era uno de los pocos lugares que habían sobrevivido intactos a la Guerra Limitada de 2053. Cuando le pregunté cómo eran los cocos, me respondió que eran cosas peludas que colgaban de las palmeras. Espero que las mujeres no sean peludas, dije yo. Quién sabe, dijo mi profesor, el mundo no es como antes. Eso decían todos, que el mundo no era como antes. Pero yo no renunciaba a la esperanza de vivir un día entre palmeras con el dinero acumulado por arrojar toneladas de ignito sobre otros árboles que quizá también tenían cosas peludas.
—¿No estás casado? —preguntó Am-Bó. Sin duda se sentía mal. Él nunca hacía esas preguntas.
—No —le dije.
—Eso está mal —gimió Am-Bó, aferrándose el vientre.
Am-Bó era mala compañía esa noche. Viajó encorvado en el asiento todo el trayecto, y cuando llegamos al pueblo caminó encorvado por la calle, dando arcadas y preguntándome por qué no me había casado. La calle presentaba el habitual desfile de rameras, rufianes, traficantes y soldados de todas las razas y todos los sexos. Había guardias de seguridad por todas partes. Se decía que los shingos podían llegar hasta allí y tomarnos por sorpresa. Sin embargo nadie había visto un shingo en ese lugar, y los guardias de seguridad se dedicaban a arrestar, aporrear y extorsionar. La civilización daba sus frutos. Ya éramos una sociedad sofisticada.
Am-Bó y yo entramos en nuestro bar favorito, Mundos En Colisión. Un cartel de neón que colgaba sobre la entrada ilustraba los mundos en colisión: genitales de ambos sexos chocando eléctricamente por obra de los efectos luminosos. Adentro nos recibió la acostumbrada onda sísmica de música machacona y  colores  rabiosos. Una pareja desnuda bailaba un tango en una tarima. Alrededor se apiñaba gente borracha, o fumada, o ambas cosas. En un mural de video que ocupaba una pared entera se proyectaban escenas sexuales y explosiones nucleares. Órganos velludos se confundían con hongos de humo brillante. Nos sentamos a una mesa y pedimos un trago.
—¿Por qué no te casaste? —insistió Am-Bó—. Tendrías que haberte casado.
—¿Para qué, Am-Bó?
—Casarse, tener hijos. Es lo natural, no?
—¿Quién quiere tener hijos en ese basural, Am-Bó?
—En mi tribu tenemos hijos —dijo Am-Bó—. Mi gente no vive en un basural. Amamos la naturaleza.
—Yo también, Am-Bó —dije, pensando en palmeras y mujeres. La naturaleza, para Am-Bó, era una aldea miserable donde la gente no moría de contaminación sino de causas más puras como las fieras y el hambre. Se había enlistado para estar a siete años-luz de la naturaleza.
—¿Viste esas llamas? —dijo Am-Bó—. Nunca habíamos visto las llamas desde aquí. Nunca.
—Calma, Am-Bó. Aquí adentro no hay llamas. Sólo hongos nucleares.
—Pidamos otro trago —dijo Am-Bó.
Un par de querubines, macho y hembra, o algo a medio camino entre ambos polos, se acercaron para ofrecernos sus respectivas mercaderías.
—No —dijo Am-Bó—. No, no, no. Quiero ver a mis hijos.
—Juguemos a que hacemos más —le dijo el querubín hembra.
El otro me sonrió y me tocó las alas del cuello del uniforme.
—Piloto, ¿eh? ¿Por qué no vamos a volar, soldado?
—Esas  llamas —dijo Am-Bó—.  No  me  las
puedo quitar de la cabeza. Tantos árboles quemados.
—Hoy es oferta especial —me dijo el querubín macho.
—Oí que esta semana abarataron la carne —dije—. Pero soy vegetariano.
El querubín hembra lo apartó de un empujón.
—No le gustan los hombres —dijo—. No me hagas perder clientes. —Me acarició la mejilla, y también acarició a Am-Bó—. ¿Qué tal un vuelo para tres? Clase económica. No es tan mala como dicen.
—Basta —dijo Am-Bó. Partió el vaso contra el canto de la mesa y empezó a levantarse. Esgrimía el vaso roto como un cuchillo. Vi a un guardia de seguridad apoyado en el mostrador, observándonos. Un escándalo podía significar varios días de arresto. Varios días de arresto eran varios días de vida garantizada, pero también varios días sin paga, más descuentos por esa inmundicia que llamaban comida y las demás gentilezas de la hotelería carcelaria. La muchacha abrió la boca para gritar. Se la tapé y la senté en mis rodillas.
—No te pongas histérica —dije—. Él es inofensivo, sólo que odia los vasos. —Miré severamente a Am-Bó, que se sentó y soltó el vaso roto.
La muchacha me acarició el cuerpo. Le dejé la boca libre y empezó a besarme.
—Tendrías que casarte —dijo Am-Bó. Había bebido de más, o tal vez de menos—. Esas llamas —dijo. Y añadió—: Lumdara.
—¿Qué es eso, Am-Bó?
—Lumdara —repitió—. Esas llamas. Lumdara.
Me incliné sobre la mesa para tranquilizarlo. Sin querer apretujé a la muchacha, que soltó un quejido y me pellizcó el brazo.
—Voy al baño —dijo Am-Bó—. Me siento mal. —Se levantó y se abrió paso a empujones en la multitud de los que bailaban, bebían o copulaban en el humo y las luces.
—¿De dónde sacaste a ese energúmeno? —preguntó la muchacha.
—No sé elegir bien mis compañías.
—Te puedo enseñar. ¿Qué tal la mía, por ejemplo?
—De acuerdo —dije—. Me gusta tu conversación.
—¿Sólo eso?
—No tengo plata para el resto.
—¿Quién te enseñó a tratar a las mujeres? ¿Ese amigote?
—No —dije—. Soy autodidacta.
Se levantó bruscamente y se fue. No la eché de menos. No era mi noche para mujeres. Me quedé sentado, bebiendo y mirando los hongos nucleares en el mural de video. La música me martillaba los oídos. Era justo lo que necesitaba para tener la mente en blanco. Los soldados no sueñan. Creí oír de nuevo ese gemido animal, pero me dije que no se podía oír nada con tanto ruido.
Al cabo de media hora Am-Bó aún no había regresado. Decidí ir al baño a buscarlo. En mi apuro, empujé sin querer al querubín que

(...)

Para leer el cuento completo: Revista PROXIMA nro.1 - pag 4


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